LA CONVERSIÓN y EL PECADO

 Existen dos tipos de conversión: una conversión profunda y una superficial. La conversión profunda toca a todo el ser humano: su intelecto, su afectividad, su voluntad, etc. En cambio, la conversión superficial no toca al centro del hombre sino sólo la exterioridad, por lo cual está ligada a la forma: lugares, celebraciones, euforia, por lo que, faltando estas cosas, el individuo se sentirá desilusionado y engañado.
En los movimientos de oración, o en los movimientos surgidos luego del Concilio, es posible que el individuo descubra una realidad que en la Iglesia "oficial" nunca probó: la alegre euforia de la oración, la cordialidad de los miembros, la recepción del presidente, etc. Todas cosas que dejan en el individuo un deseo de adhesión y de cambio de vida.
Si a todo esto no sigue una larga catequización con la correspondiente madurez en la fe, el individuo no perseverará. Pero si a todo esto sigue una voluntad de profundizar y de aceptar la fe en el Cristo de la cruz y de la resurrección (kenosis y gloria no pueden estar separadas), entonces la conversión será auténtica y duradera porque está inserta en lo íntimo del corazón del individuo y lo ha llevado a una opción fundamental, opción esta que es capaz de hacer superar al individuo cualquier tipo de desesperación y pecado, dándole aún la fuerza del martirio.
En un convertido de este tipo, el pecado no será nunca tan fuerte como para extirpar la opción por Cristo, por lo que en tal persona no podrá reinar el pecado que genera la muerte, como afirma Juan en su primera Epístola: "El que ha nacido de Dios no peca, porque el germen de Dios permanece en él, y no puede pecar porque ha nacido de Dios" (1 Jn 3,9), y aún: "El que ve a su hermano cometer un pecado que no lleva a la muerte, que ore y le dará la Vida… porque hay un pecado que lleva a la muerte… Aunque toda maldad es pecado, no todo pecado lleva a la muerte." (1 Jn 5, 16-17).
¿Cuál es el pecado que lleva a la muerte?
A mí me parece que puede definirse como el pecado que quita toda opción por Dios, que conduce a la persona al desprecio por Dios y de su plan de amor: la salvación del hombre. Y el pecado de autosuficiencia, que conduce al odio a Dios.
Siempre Juan nos ayuda a comprender esta tremenda realidad: "Si Yo no hubiera venido ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora su pecado no tiene disculpa. El que me odia, odia también a mi Padre. Si Yo no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro realizó, no tendrían pecado. Pero ahora las han visto y sin embargo, me odian a Mí y a mi Padre" (Jn 15, 22-24).
El pecado es entonces, no creer en el Cristo enviado por el Padre para la salvación del hombre. No es el ateísmo el pecado, sino el desprecio, o sea, el odio por el plan de Dios. Aquel que no cree que: "Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16) desprecia a Dios y no le importa nada. La fe no es creer en Dios, porque también los demonios creen en Dios y tiemblan, pero creer significa aceptar a Dios, revelado en Cristo, como Señor y Salvador de la vida del hombre.
También podemos decir que existen dos tipos de pecado: uno debido a la fragilidad humana y el otro, en cambio, debido al corazón del hombre que no acepta a Dios como a su Señor. Este pecado es el pecado contra el Espíritu Santo que no puede ser perdonado, no porque Dios no quiera, sino porque el hombre no quiere. Este pecado conduce a la muerte y a la muerte eterna.
El ladrón arrepentido sobre la cruz reconoció el señorío de Jesús y obtuvo inmediatamente no sólo el perdón de los pecados, sino también la remisión de la pena, y entró en el Paraíso el mismo día que el Señor. El otro ladrón, en cambio, no quiso reconocer en el Crucificado al Mesías su Señor, y no sabemos la suerte que le tocó (cf Lc. 23, 39-43).
"Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado" (Rom 10,9).

Don Vincenzo

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