EL ADULTERIO ESPIRITUAL
Esta meditación tiene por objetivo reflexionar con el corazón y con la inteligencia, sobre una problemática que emerge en el contexto de la vida cristiana y también en la vida sacerdotal y religiosa. Nos ayudarán la Palabra de Dios y de los Santos Padres. La meditación quiere hacernos hacer un itinerario espiritual de conversión, para ayudarnos a penetrar cada vez más en el misterio de Dios revelado en Cristo por medio del Espíritu Santo.
Abramos entonces las puertas del corazón al huésped divino e invoquemos al Padre para que, en nombre de Jesús nos conceda el don del Espíritu Santo. El tema de esta meditación lo encontramos en el Evangelio de Juan 8, 1-11.
La escena que Juan, o quien por él, nos presenta es aquella de un juicio en el cual se debería pronunciar una sentencia de muerte irrevocable. La Ley prescribía esto y esto se debía hacer (Lev. 20,10; Deut. 22,22-24).
Por una parte tenemos al juez, por la otra a la mujer y a sus acusadores. La mujer sabe que no tiene justificación que presentar. La única esperanza que le queda es Jesús.
Y Jesús propone una solución antes de su sentencia: "Quien de vosotros esté libre de pecado, que arroje la primera piedra contra ella" y anota el evangelista, "se fueron yendo uno por uno, comenzando por los más ancianos hasta los últimos". Sigue entonces la sentencia del Señor: "Yo tampoco te condeno, vete y no peques más".
¿Qué nos quiere enseñar el Espíritu Santo con esta escena?
Yo creo que varias cosas, algunas se las diré yo y otras se las sugerirá Él.
Primero: ante Cristo debo decir que lamentablemente, estamos todos en una situación de adulterio, primero los más ancianos y luego los más jóvenes, como nos dice el Evangelio más arriba.
Todos somos adúlteros en cuanto no hemos respetado el pacto de alianza con Dios.
El adulterio es el preferir los ídolos al Dios viviente, así como se prefiere la sensualidad del extraño al amor del cónyuge.
¿Qué es entonces, la conversión? Es la irrupción del amor en nuestra vida, es el sentirse amados y perdonados, más allá de nuestras expectativas y de nuestros méritos, es el corresponder al amor con el amor.
La vida espiritual comienza con una respuesta de amor al amor de Dios: "vete, esto es, obra, actúa, vive sin pecado, pero amando".
"¿Quién es un pecador?" le preguntaron un día a Santa Bernardita, y ella dio una respuesta asombrosa para su edad y para su formación: "El pecador es aquel que ama el pecado", que ama, no que hace pecados.
En efecto, hay una gran diferencia entre el amor al pecado y la caída en el pecado.
Me preguntaréis qué significado tendrá esta situación con la vida cristiana, la vida consagrada con el Bautismo. Tiene un significado fundamental. ¿Qué es la vida cristiana sino el practicar el mandamiento del amor?
"El primero y más grande mandamiento es amar a Dios y el segundo es similar a éste: amar al prójimo" (Cf. Mt. 22,37). El prójimo (el próximo) no es un ser remoto, sino aquel que está a nuestro lado, a veces, como una espina.
El prójimo es el sacramento de Dios, su manifestación, por lo que "es un mentiroso aquel que afirma amar a Dios y luego odia a su hermano", afirma Juan (1 Jn 4, 20).
Ante Jesús que justifica, nuestra actitud debe ser la tuvo la adúltera, que no tuvo otra esperanza sino la misericordia. Ante Jesús que salva gratuitamente, nuestra actitud no puede ser la del fariseo, debe ser la del publicano. Ante nuestras traiciones y fracasos, debemos reconocer que no hemos amado, que no hemos respondido con amor al amor de Dios.
La vida cristiana es este actuar no para merecer el amor, sino para agradecer a Dios por su amor.
Nuestra vida debe ser una respuesta de amor al amor de Dios.
Y esto lo podemos hacer no evadiéndonos de la comunidad sino en la comunidad, algunas veces hasta el martirio, aunque debo reconocer que una vida en común (como la de los religiosos) sin amor no es vida sino muerte, porque "quien no ama permanece en la muerte" (1 Jn 3,14).
Siempre me ha impresionado la última parte de la vida de San Juan de la Cruz: la persecución que sufrió de su prior porque, cuando éste era aún joven, Juan que entonces era su superior, lo reprendió.
San Juan ha aceptado todo con amor para responder al amor crucificado de nuestro Dios. Ha aceptado, identificándose así con Cristo, que crucificado, perdona.
Si no testimoniamos el amor de Dios en la vida en común, en el ministerio apostólico, entre los jóvenes, en el ministerio de la reconciliación, etc. Nuestra religión es vana (Sant. 1, 26). Santiago dice esto a propósito de la lengua, pero todos los daños de la vida en común ¿no llegan a causa de la lengua, que no se la sabe o no se la quiere frenar?
Nunca es demasiado tarde para comenzar de nuevo, lo importante es tener el corazón abierto y dispuesto al perdón, porque perdonados, a nuestra vez, perdonamos. Porque perdonados, agradecemos a Dios viviendo en el respeto de sus mandamientos. Ahora observar los mandamientos no será más una obligación sino una exigencia de amor.
¿Qué es entonces, la vida cristiana, sino la respuesta al amor de Dios que llama? Y llama no por sadismo sino para que el individuo acepte el plan de Dios para la santificación propia y ajena.
En la Regla de Mastro se lee a propósito de la recepción del novicio en el monasterio para la profesión: "Dirá el abad: ¿Quieres tu hacer la promesa? Y el novicio responderá: Es Dios quien lo ha querido antes, entonces lo quiero también yo (hoc primo Deo, sic et mihi)" (RM 89).
Si los esposos sostuvieran su quererse bien, si el que permanece célibe sostuviera su decisión sobre su propia elección sobre la comunidad que humanamente lo ha recibido bien y con la cual durante el período de prueba ha vivido en paz y con espíritu de amor, estaríamos todavía en un espacio de pecado. Significa que los sentimientos de la adúltera arrepentida no son todavía los nuestros.
Nuestras voluntades son mutables, nuestros corazones son inconstantes, nuestros caracteres son inestables. Entonces si alguien pone como fundamento de la entrega de toda su vida la voluntad humana, el fracaso está asegurado. Y por fracaso entiendo no sólo el abandono del estado de santidad bautismal o sacerdotal, sino una vida sin amor, en un adulterio continuo.
No debemos entonces, olvidar lo que dijimos más arriba: a nosotros no se nos imputa nada de lo que sale bien mientras todo, verdaderamente todo depende de la apertura al Espíritu Santo que obra en nosotros y es el amor del Padre amante hacia su Hijo amado.
Es cuanto nos invita a hacer San Benito: "Atribuir a Dios y no a sí mismo el bien que se cree tener" (RB 4.42). Y podemos decir con San Pablo: "La gracia de Dios en mí no ha sido vana" (1 Cor. 15,10), o sea: no he hecho vana, no he hecho inútil la gracia de Dios que me ha concedido, convirtiéndome e instruyéndome en Cristo.
Es inevitable que en un cierto punto de la vida cristiana sobrevenga el momento de la tentación, más aún normalmente esta se hace más fuerte luego de tomar conciencia de la vocación a la santidad dada por Dios en el bautismo.
En aquella hora de prueba la claridad racional no sirve más, la voluntad humana de fuerte se transforma en débil e impotente, el entusiasmo de las fuerzas va disminuyendo.
Los Padres del desierto han siempre insistido sobre la dificultad de garantizar continuidad y desarrollo positivo al entusiasmo inicial: algunos se quedaron en las primeras dificultades, otros siguieron sus propios proyectos y no los de Dios, otros terminaron por endurecerse, por agriarse, por replegarse sobre sí mismos. Sólo pocos llegan a ser lo que el Señor quiere que seamos: obras de arte cristianos y de hombres que puedan exclamar con Maria: "¡El Señor ha hecho grandes cosas en mí!" (Lc. 1, 49).
La vida cristiana no es una estructura que garantice por sí el éxito. Es un camino en el desierto. Se debe seguir la caravana del pueblo de Dios, cada uno con su propio peso, para poder llegar todos juntos a la meta.
En el desierto es fácil caer, ser presa de epidemias, perder de vista el punto de llegada, estar deslumbrados por un espejismo, descorazonarse antes de llegar al lugar deseado. En un cierto momento, llega la hora de la depresión, la hora en la cual no se sabe cómo y porqué ir adelante, este salirse del camino, esta oscuridad llega para todos, aún para quien parece tener particulares carismas y haber sido privilegiado por el Señor con dones y protecciones particulares.
Ni siquiera los grandes profetas como Elías (1 Rey. 19,34) y Jeremías (1,10; 15,10; 20,10; etc.) estuvieron al margen de momentos de oscuridad, también para ellos llegaron los días en los que se sintieron incapaces de profetizar, días en los que dudaron fuertemente de su vocación, "días de adulterio". Por ello es absolutamente necesario que el ofrecimiento de la propia vida, las promesas bautismales o los votos religiosos, sobrevengan en respuesta a Dios, como consecuencia de Su amor que nos ha llamado primero y que siempre está dispuesto a decirnos Su palabra: "No te condeno, vete y no peques más".
Don Vicente