EL MISTERIO DE PENTECOSTÉS

LECTURA: HECHOS 2,1 y JUAN 14, 23-26

 

Ontológicamente y litúrgicamente Pentecostés cierra el ciclo pascual para inaugurar la economía eclesial. Ésta es un cumplimiento: el de la Promesa, hecha por el Hijo, de mandar junto al Padre "otro Consolador", cuando Él fuera glorificado en la Santísima Trinidad. Pentecostés es también un inicio: el de la comprensión del misterio de Cristo. La presencia de Cristo entre los hombres, sobre la tierra, se ha cerrado con su Ascensión; por eso su tiempo histórico, durante el cual había anunciado el Reino, ha llegado a su fin. "Estas cosas os las he dicho cuando aún estaba entre vosotros" (Jn 14, 25). Ahora comienza otra fase de la Revelación. "El Consolador, el Espíritu Santo que el Padre mandará en Mi nombre, Él os enseñará cada cosa y os recordará todo aquello que os he dicho" (Jn 14,26).
Veamos por eso, dos aspectos de esta fiesta:

Se trata de hacernos conscientes del contenido y del alcance del Evangelio. Los Hechos de los Apóstoles, las Epístolas apostólicas, no hacen más que esto.
La tarea de los Padres, de los Santos, de los Ascetas, de los teólogos posteriores, tendrá la misma meta. El contenido del Evangelio se refiere a la vida; su alcance mira a la eternidad.
"Las palabras que les dije son espíritu y vida" (Jn 6,63). Por eso el descenso del Espíritu de verdad y del Dador de vida en Pentecostés no es sólo un hecho, conclusivo e inicial en forma conjunta, sino que es algo permanente. El descenso no se efectúa de una vez para siempre, sino que es continuo. No es sólo un evento que ocurrió en un cierto lugar, en el año tal y en el mes tal. Es todavía (y sobre todo osaría decir) una realidad constante, de la cual depende sustancialmente la existencia misma de la Iglesia a través de los siglos. Con este doble título, Pentecostés es la fiesta iniciática por excelencia.
"El Señor nos ha dado el alimento perfecto de nuestra naturaleza, el Espíritu Santo, en el que está la vida. Es éste el tema fundamental de la fiesta" así proclama San Gregorio Nacianceno en su homilía sobre Pentecostés.
El descenso singular del Espíritu en Jerusalén sobre los discípulos y los hermanos, es también la irradiación continua que comunica a sus descendientes la vida, el soplo, el movimiento y el ser, y que hace de ellos estirpe de Dios (cf. Hechos 17, 25-28), porque Dios se ha hecho hombre, participando en nuestra humanidad con su divinidad.
Pentecostés, de cierto modo, justifica la Creación y la Encarnación. Como el Espíritu estaba en el inicio de la Génesis, también fue mediante el Espíritu que la Virgen concibió al Cristo. Si el Verbo se hizo carne, mientras es parte de la Trinidad, es porque, según el diseño de la Sabiduría de Dios, los hijos adoptivos deben ser capaces de participar del Espíritu del Hijo, que procede del Padre.
El soplo inicial que había hecho personas vivientes, alcanza para que se transformen en miembros del cuerpo de Cristo y vehículos del Espíritu.
Así llegan a ser santos, para ser los testimonios de la verdad del misterio pascual en el mundo; serán partícipes y agentes, con los ángeles, de la gloria cósmica del Reino. Mientras tanto son iniciados y reciben el poder de enseñar. A partir de Pentecostés la tradición (como par dhosis = entrega) de la Iglesia comienza a vivir.
Las manifestaciones únicas de Dios Hijo son como fulgores en la historia, sin precedentes. Su consecuencia es aquella difusión del fuego inextinguible que bautiza y del agua inacabable que vivifica (cf. Mt 3,11 y Lc 3,16) hasta el fin de los tiempos, cuando arderá la cizaña y la mala hierba de entre las mieses. Ésta será la segunda Pentecostés, el tiempo de la Parusía del Cristo sobre la tierra, en la que el Espíritu será aquel fuego del cual el Hijo desea tanto su decisivo ardor (cf. Lc 12,49).
La fiesta que nos preparamos a celebrar es, en cambio, la fiesta de las primicias de las mieses, cuyo arquetipo es el mismo Cristo resucitado (cf. Col 1, 18). Son las primicias de la vida que permanece, no del juicio que consume.
Este carácter permanente de Pentecostés es sentido profundamente por la conciencia de la Iglesia, como lo manifiestan los Padres y los Doctores.
Orígenes, por ejemplo, afirma que:
"Está siempre en los días de Pentecostés aquel que puede decir en verdad: "Hemos resucitado con Cristo", y también: "con Él nos ha resucitado y nos ha hecho sentar en los cielos en Cristo Jesús". (cf. Col 3,1 – Ef 2,6). Más de un siglo después, le hará eco San Juan Crisóstomo: "El Cristo ha dicho del Espíritu Santo que quedará con vosotros por todos los siglos, de manera que nosotros podamos celebrar siempre Pentecostés".
Analicemos ahora algunas expresiones que encontramos en el texto de Lucas y que nos ayudan a considerar el misterio de nuestra meditación.
Los Hechos dicen que los discípulos
"volvieron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos…subieron al piso superior… Todos eran asiduos y concordes en la oración, junto a algunas mujeres y con Maria, la Madre de Jesús y con parientes de Él" (Hech 1, 12-14).
He aquí algunas condiciones características fundamentales del ser Iglesia y comunidad: ir a un plano superior, la concordia y la oración, el estar junto a Maria y con los hermanos en la fe.
La Sagrada Escritura insiste. En el momento en el cual está por terminar la espera pentecostal, la primera asamblea cristiana (Maria, los Apóstoles, los parientes, las mujeres, cerca de 120 personas) se encontraba junta en comunidad litúrgica (fe y oración) y en instancia de epiclesis. La Parusía del Espíritu Santo hará de esta asamblea la Iglesia.

La Iglesia que según el Señor, acepta no tener manchas ni arrugas ni nada parecido, que acepta comparecer y presentarse ante su Señor gloriosa, santa e inmaculada, debe mirar intensamente, con fe, esperanza y amor, y con confianza a Maria Virgen, Madre de Dios, modelo perfecto, completo, de cuanto la Iglesia desea ser y quiere llegar a ser.
El gozo y la gloria de la Madre de Dios serán plenos cuando también nosotros aceptemos como Ella, ser plenos del Espíritu Santo.
En el Espíritu el cielo se une a la tierra, como en Maria pudo obrar en el Espíritu el Verbo, que haciéndose carne, unió en sí el Cielo eterno con la tierra que perece, transformando siempre por medio del Espíritu, esta nuestra pobreza en inmortal riqueza.
Nosotros estamos destinados a la Gloria, a Dios. Dios es el soberano augusto y majestuoso, que no renuncia ni puede renunciar jamás, a algún súbdito de su Reino universal.
Deseo terminar con un estupendo párrafo extraído de la literatura patrística sobre el Espíritu Santo:
"El Espíritu es aquel en el cual nosotros adoramos, y mediante el cual nosotros oramos".
"Dios es Espíritu, dice la Escritura, y cuantos lo adoran deben adorarlo en el Espíritu y en la Verdad" (Jn 4, 23-24). Y de nuevo: "Igualmente el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido: pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom 8, 26), y: "Orar con el Espíritu y también con la mente" (1Cor 14, 15) o sea, con la inteligencia y con el Espíritu. Entonces, : "Adorar el Espíritu y rogarle, me parece que no hay nada fuera de esto, porque Él se presenta a sí mismo la oración y la adoración" (San Gregorio Nacianceno).

Archimandrita Marcos (Don Vicente)

 

ATRÁS