EL VALOR DE LA POBREZA

La confianza en el Dios fiel y la fe en la resurrección de Cristo que prueba la potencia de Dios e invierte los cánones mundanos de valoración, son los fundamentos sobre los cuales se hace posible la compresión de las bienaventuranzas evangélicas, la primera de las cuales es la referida a los pobres.
Anclada a la lógica de Dios, la pobreza se convierte en valor y el pobre se transforma en testigo de la validez y de la capacidad transformadora del Evangelio, de la potencia de Dios y de las posibilidades obedienciales del hombre.
Desde este ángulo, la pobreza se transforma en un sí y el pobre se define mediante el verbo ser y no desde el verbo haber, porque está en positivo: es el que espera, el que acepta, el que reza.
Pobre es quien espera.
La espera de Dios que viene a enriquecernos y a colmarnos de todo bien, califica al pobre. El reconoce los dones recibidos, verifica en humildad y verdad su propia situación de carencia pero reconoce también las grandes cosas que Dios obra en él.
Espera es dinamismo, convicción de no haber alcanzado la propia plenitud y los objetivos fundamentales de la elección religiosa y de esto brota el empeño de proseguir un camino, como un nómada de Dios.
El mendigo es la imagen elocuente: el señor al cual se tiende la mano es Dios y Él, a cambio de sus dones, no reclama humillantes sometimientos: ofrece en cambio la comunión con Él. Esperar a Dios significa enriquecerse en la esperanza y en la vida espiritual.
Pobre es quien acepta.
La espera de Dios se completa con la aceptación de Él. Pero pobre es también quien se acepta a sí mismo en profundidad.
Aceptar los propios límites y el propio pecado constituye una confesión de disponibilidad a la liberación.
Del mismo modo el pobre acepta y recibe a los otros así como son, no como él querría que fueran. Signo de tal aceptación es la gratitud, la comunión de bienes, la solidaridad perseverante.
Esta dimensión de pobreza de aceptación se transforma en donación: todo cuanto el pobre recibe pasa por sus manos, que son, no manos abiertas para tener sino manos juntas para dar. Los pobres auténticos se distinguen por su generosidad.
Pobre en quien reza.
La oración es la manifestación más grande de la necesidad de Dios sentida por el hombre, que se percibe a sí mismo como pobre.
La oración realiza el encuentro entre la riqueza de Dios y la pobreza de la criatura humana. El pobre que reza es el humilde mendigo de misericordia ante el único benefactor de los espíritus. La oración presenta la alabanza de su fe, la intercesión de su esperanza, el agradecimiento de su caridad.
La renovación litúrgica post-conciliar constituye una gran ocasión de enriquecimiento. La actual estructura de la celebración de los sacramentos –mediación de salvación, otorgamiento de un don—evidencia la abundancia que cada rito contiene: dimensión comunitaria, catequesis como ocasión promocional, gran abundancia de la palabra de Dios contenida en la voluminosa antología de los párrafos bíblicos, copiosas intercesiones, invocaciones, bendiciones.
La liturgia de las horas es por sobre todo un cántico de alabanza que surge del gozo del pobre, como el estupor de quien descubre haber obtenido dones, individualizada por muchos himnos y salmos en la creación, en la redención, en la celebración de los santos.
En la oración privada, la plegaria hecha dentro de la propia habitación, en la contemplación, particularmente en la lectio divina, el orante instaura un diálogo esencial con Dios principiando por el realismo individual, que es la necesidad de la salvación, o sea, el deseo de salir de la propia pobreza para participar en la inacabable riqueza del Señor.
En este modo de ser pobres está la virtud de la pobreza.
La virtud no es costumbre o habitualidad, sino elección consciente e incesantemente renovada. Virtud de pobreza es esfuerzo de libertad para ser más. Por eso la pobreza no es fácil. Es dura sea como don de Dios o sea como esponsales con ella. No se adquiere de una vez para siempre, pero es posible y de ello nos da certeza el Evangelio. Pero esta pobreza como valor, todavía no es una realidad completa y definitiva. Queda una esperanza, en la cual el pobre de espíritu cree tenazmente y ama operativamente. El pobre es el protagonista humano de la pobreza en cuanto voluntariamente se despoja para ser revestido de la riqueza de Cristo en el Espíritu Santo.
El momento de máxima pobreza es la muerte, que Cristo rescató y transformó en sacramento pascual, o sea, en un pasaje a la resurrección de la vida definitiva con Dios.
Estas reflexiones se proponen hacernos meditar sobre la necesidad de la conversión, y partimos, para este itinerario espiritual ideal, de la lectura de la narración de Juan sobre la adúltera (Jn 8, 1-11).
Hemos vistos que todos estamos, ante Él, en situación de adulterio, en cuanto preferimos en vez de Dios, aquello que no es Dios, pero también hemos visto como el Señor no nos condena, sino que, igual que con la adúltera, aún nos perdona y nos incita a no pecar más, por lo cual, nuestra actitud hacia Él se transforma en vida de amor y rendición de gracias. Lo amamos y le agradecemos porque nos salva y nos quiere bien.
Pero, como afirma San Benito en su Regla, si el Señor saliendo a la búsqueda de operarios, encuentra uno que le dice: "heme aquí, mándame lo que quieras", Él le propone la vida de perfección: "si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, luego viene a Mí y sígueme". Esto y no sólo la observancia de los mandamientos.
En la base de este relato encontramos la pobreza, o sea, el desapego no sólo ideal, sino sobre todo material, de nuestras riquezas-seguras que no son Dios.
Pero antes de continuar, leamos la palabra de Dios, para que nos ayude a penetrar en el misterio de la pobreza del Hijo de Dios y por lo tanto, también de nuestra pobreza: Lc. 2, 1-7.
Los párrafos sobre la pobreza de Cristo son muchos, pero en el clima de la fiesta de la Natividad, hay textos que nos hacen reflexionar sobre la pobreza y sobre el nacimiento del Señor. Jesús nacido de Maria, nace en la pobreza. Pobre no porque no tiene una casa donde nacer, sino porque no tiene un lugar donde estar. Jesús nace en la pobreza. No tiene siquiera una cuna. Es probable que José no haya tenido medios para comprar una.
Y si vamos adelante en la vida del Salvador, no encontramos más que pobreza.
En la antigüedad se distinguían dos géneros de pobreza: aquellos que para vivir estaban obligados a trabajar (pobres) y aquellos que no tenían ni siquiera un trabajo (indigentes) y para vivir estaban obligados a mendigar.
Jesús tuvo estos dos tipos de pobreza. Al inicio tuvo la pobreza de los operarios (
¿"no es acaso el hijo del carpintero?" Mt 13,55), para pasar luego a la de mendicante ("el Hijo del Hombre no tiene dónde reposar su cabeza" Mt 8,20 y también sabemos que algunas mujeres asistían a Jesús y a sus discípulos con sus bienes: Lc 8,1 y sig.)
Pobre en la vida y pobre en la muerte: su mortaja y la tumba le fueron regalados por José de Arimatea.
¿Por qué el Señor Jesús, de rico que era, se hizo pobre? Pablo nos da la respuesta: para enriquecernos con su pobreza (cf 2 Cor 8,9).
San Bernardo afirma que "la pobreza no se encontraba en el Cielo; abundaba en cambio, sobre la tierra, pero el hombre ignoraba su valor; por eso el Hijo de Dios quiso descender sobre la tierra, para asumirla y trasformarla para nosotros en preciosa".
Y el mismo Señor, en una revelación a Santa Ángela de Foligno, dice: "Si la pobreza no fuera un gran bien, no la habría elegido para mí, ni la hubiera dejado en herencia a mis elegidos".
Pero: ¿por qué toda esta predilección del Señor hacia la pobreza? Por un principio fundamental: ¡la necesidad!.
¿Quién es, en efecto, pobre sino aquel que tiene necesidades? Necesidad del trabajo para ir hacia delante, o necesidad de la caridad del otro para poder vivir, o necesidad de la misma riqueza para seguir viviendo gozosamente una vida plena de satisfacciones materiales, por lo cual, también el rico es fundamentalmente un pobre. Es entonces, una cuestión de corazón. De inclinación del corazón a cosas o a personas. Jesús mismo lo afirma: "
allí donde se encuentra tu tesoro, allí estará también tu corazón" (Mt 6, 21).
Esto explica también el párrafo de la pobreza, en las bienaventuranzas: "
felices los que tienen alma de pobres" (Mt 5,3) y no sólo felices los pobres en cuanto tales, porque la pobreza evangélica no consiste en la privación por la privación, sino en el amor por la privación, como afirma San Bernardo (Epístola 100, PL 182, 235).
La privación material no es necesariamente virtud cristiana. Puede serlo sólo cuando el espíritu está desapegado de la riqueza, aun cuando es necesario reconocer que es más difícil permanecer desapegados cuando se poseen riquezas. Nos lo enseña el mismo Jesús en el episodio del joven rico:
"¡Qué difícil es para aquellos que poseen riquezas entrar en el Reino de los Cielos!...¡Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos!" (Mt. 19,24). Pero no es imposible del todo, ya que en el santoral tenemos ejemplos grandiosos de santidad entre reyes, reinas y príncipes.
Confiarse total y exclusivamente a Dios significa entonces, no poner la propia confianza en las riquezas y no buscar en ellas la seguridad de la vida. La predilección del Señor por la pobreza es entonces clara, porque sólo la pobreza es el termómetro que puede medir nuestro propio acercamiento a Dios o a la riqueza. Ésta siempre es vista como antagonista de Dios.
Más aún, la codicia llega a ser idolatría, según San Pablo (cf. Ef. 5,5). Dios, entonces, se hace pobre para enseñarnos que debemos depender de la providencia del Padre, como hizo Jesús.
La pobreza es una virtud difícil pero es la única que nos transforma en ricos, ya que ricos son los que poseen a Dios, pero ¡más ricos son aquellos que no poseen más que a Dios!. Y es San Pablo quien nos lo recuerda:
"No tenemos nada y poseemos todo" (2 Cor. 6, 10).
La pobreza libremente abrazada por el Reino de Dios es madre de la verdadera libertad, porque las riquezas atan al hombre y lo hacen prisionero. Quien se ata a las riquezas se transforma en su esclavo. Serán cadenas doradas, pero cadenas al fin.
Luego de Dios, nadie es soberanamente libre como el pobre.
Pero, decía más arriba, es una virtud difícil, porque la pobreza es sacrificio, y lo es especialmente en la vida religiosa. Con la obediencia y la virginidad, ella constituye el holocausto espiritual del estado religioso, del que caracteriza la perfección.
Sin ella, no se puede ser el religioso perfecto, porque la pobreza hace entrar directamente en el alma al creador de la perfección: ¡Dios mismo!.
Un último pensamiento: la pobreza está siempre acompañada por la humildad, mientras que el orgullo va siempre con la riqueza o con el creer que se posee. El pobre tiene mil ocasiones de practicar la humildad y la dulzura. No teniendo nada, o casi nada, estando desapegado de sí mismo y de todo lo creado, percibe más que los otros el no ser nada y el no valer nada. Y este conocimiento es la base y el móvil de la humildad profunda, de adoración, de ocultamiento y de abyección. El pobre no tiene de qué ensoberbecerse, ni ante Dios, ni ante los hombres, ni ante sí mismo. El pobre tiene como su prototipo al Señor Jesús, quien afirmó:
"Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrareis alivio para vuestras almas" (Mt. 11, 28-29).
Finalizando estas meditaciones, me siento en la obligación de concluir con el Magnificat. Es una obligación de frente a la criatura más pobre y al mismo tiempo, más rica de todo el género humano: Maria la Madre de Dios, porque estuvo completamente vaciada de sí misma.
Que la Santa Virgen nos sea de guía hacia nuestro camino de perfección. Amen.

 

Don Vicente

 

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